El día que fui García Márquez

Mire, le dije a la periodista Mercedes Rodríguez, García Márquez es un novelista famoso y dicen que escribe con muchas faltas de ortografía.

Corre el año 2002. Es una mañana fría de febrero o quizás marzo. Unos 300 estudiantes, entre los que me encuentro, se han reunidos en la Universidad de Las Villas para hacer la prueba de aptitud de periodismo. Antes de comenzar el examen de conocimientos generales, yo levanto la mano y pregunto: “¿Aquí quitan puntos por la ortografía?”. La profesora que presidía nuestra aula, después supe que se llamaba Mercedes Rodríguez, dijo: “Por supuesto, ¿quién ha visto un periodista con faltas de ortografía?”.

Por aquella época yo era un muchacho pedante e irreverente, defectos que aún no he superado en su totalidad. Había ido a hacer la prueba de aptitud por deporte, ya que mis intereses reales estaban por el área dela Químicay las ciencias puras. La respuesta de la que yo sabía una conocida profesional, me encendió la sangre y el deseo de iniciar una controversia. Mientras tanto, el resto de los estudiantes ocupaba su tiempo en escuchar el desafío verbal y, sobre todo, en responder las cien preguntas del examen.

“Mire, le dije a Mercedes, García Márquez es un novelista famoso y dicen que escribe con muchas faltas de ortografía. Tiene como 25 correctores y para resolver su problema le ha planteado ala Academiadela Lengua Españolaque elimine las letras h, v, ch y ll. Incluso, agregué para dar el «puntillazo», hay quien dice que el mismísimo Fidel Castro le cogió bastantes errores ortográficos en uno de los manuscritos que le dio a revisar”.

Mercedes Rodríguez, los que la conocen podrán decir que es una mujer de “lengua dura”, me contestó con una sonrisa irónica: “Está bien, pero tú no eres el Gabo” y dio la discusión por zanjada. “Bueno, yo en aquel tiempo no me quedaba callado ante nadie y le riposté con todo el convencimiento el mundo, García Márquez es Premio Nobel y si él no da el ejemplo, ¿por qué tengo que hacerlo yo?”.

Muy bien, García Márquez

Recuerdo, no sé si ahora todavía sucede así, que en ese entonces los aspirantes no firmaban la prueba con su nombre sino con dos números: el del carné de identidad y otro que se le entregaba a cada uno antes de iniciar el examen. A mí me tocó el 45, pero como soy una especie de supersticioso al estilo pitagórico comencé a sacar cuenta: era un número divisible por tres, por cinco, por nueve, por 15 y que virado al revés daba el 54, que a su vez era divisible por dos, por tres, por seis, por nueve, por 18, por 27, y así hasta nunca parar. Finalmente, en la prueba no puse el 45 original sino el 54, quizás porque me parecía un número más bonito, de mejor augurio, y en realidad porque al terminar las cien preguntas, una hora más tarde, ya yo no sabía dónde estaba la a y dónde la z en el abecedario.

Tuvo que pasar otra hora para que yo me diera cuenta del error que había cometido. Uno de los profesores me sugirió que fuera a ver a Marelys Concepción, ya en aquel entonces subdirectora de Vanguardia, y miembro del tribunal de calificación. Marelys me informó que revisarían mi prueba para comprobar lo que yo decía. Después me miró fijo a los ojos y dijo: “Espabílate, muchacho, que así no vas a ser periodista, ni nada”.

Ese primer examen lo aprobaron unos 20 estudiantes. A la hora de dar los resultados, mencionaron a todos los que habían aprobaron y dijeron: “Ya se terminó, esos son los que pasan a la otra ronda”. Como mi nombre no estaba en la lista que acababan de leer, salí caminando hacia la entrada de la universidad. Entonces alguien alzó la voz y dijo: “Hay dos 54, vengan acá y enseñen el número del carné de identidad”.

La muchachita que tenía el 54 verdadero mostró el suyo y yo, que no había traído el mío, lo dije en voz alta. Así fue que Marelys, otra vez Marelys, dijo, señalando para mí: “El tuyo es el correcto, ponte en fila que estás aprobado”. Entonces Mercedes Rodríguez se acercó por detrás, me tocó por el hombro y con una sonrisa de medio lado, exclamó: “Muy bien, García Márquez”.

Gato Valentón

Soy una especie de supersticioso al estilo pitagórico.

Durante aquel largo día fui García Márquez y como el novelista colombiano tuve que sacar fantasía y precisión para pasar las pruebas. Casi a las diez de la noche, cuando sólo quedábamos unos pocos, Mercedes Rodríguez se sentó con nosotros y contó la historia de la vez que conoció al García Márquez verdadero y cómo le dijo que a Cien Años de Soledad le sobraban cien páginas.

“Yo no sabía que era él, explicó Mercedes, y se lo dije. Estábamos en el Periódico Vanguardia y él me prometió: «No se preocupe, jovencita, la próxima vez que yo escriba Cien años de soledad, en honor a usted le quitaré esas cien páginas»”.

Finalmente aprobé la prueba de aptitud y, como a veces uno se queda con lo último que llega, cambié la Química por el Periodismo. Pasé un año en el servicio militar, alejado de los libros. Cuando llegué a la universidad, mi primera clase fue la de Periodismo Impreso. Al entrar al aula, Mercedes Rodríguez estaba ya sobre el estrado. Apenas me vio, dijo: “Pase y siéntese García Márquez, que ahora usted es alumno mío”.

Al libro, ¿le sobran cien páginas?

Cuando le dije a mi futura profesora que García Márquez era un gran escritor con faltas de ortografía, El amor en los tiempos del cólera era ya uno de mis libros preferidos. Lo había leído a los 15 años y desde el principio me pareció, como lo calificaría su propio autor, un bolero de 300 páginas. Tanto me conmovió su historia que el día que una muchacha no me quiso más, le escribí:

“Te quiero, no puedo vivir sin ti. Dime qué tengo que hacer para que me quieras. Estoy dispuesto a compartirte con otro hombre, a ser el segundo, a humillarme, a dejar la literatura, a crearte un mundo para ti sola. Yo no soy nada si tú no me quieres. Dime qué tengo que hacer para que me quieras. Te lo prometo todo. Y si al final no hay ninguna esperanza, porque puede ser que no haya ninguna esperanza, yo voy a esperar, voy a esperar en las sombras, cerca de ti. Voy a estar a tu lado cuando seas esposa, cuando seas madre, cuando te sientas sola. Voy a esperar un breve error, un desmayo. Y voy a estar a tu lado para apoyarte, para ganarme tu cariño. Voy a esperar por la mujer que quiero hasta que tenga ochenta años o hasta que me muera. Voy a esperarte siempre. Yo no tengo miedo de ser Florentino Ariza. Esta vez la realidad va a copiar la literatura”.

La muchacha, por supuesto, no volvió nunca, no quiso saber más de mí. Creo que fue ese el tiempo de mi manía por el boom y el postboom latinoamericano. Leí de un tirón a Rulfo, Sábato, lo que pude encontrar de Mario Vargas Llosa, Agustín Yáñez, Fernando Alegría y a Juan Carlos Onetti. Y claro, releí Cien años de soledad, un libro capaz de iluminar hasta el amor más desgraciado.

He consultado diversas críticas sobre él, pero la que más me ha impresionado fue la de una simple lectora, quien dijo: “Es el libro que uno lee despacito para que nunca se le acabe”. Con esta novela García Márquez logró resucitar, en el siglo de los extremos,  la antigua magia que convertía a los grandes escritores en éxitos de venta, como en el caso de Charles Dickens y Honoré de Balzac.

Realimos Mágico

Confío que, con el tiempo, podré invocar estos hechizos con la misma precisión que los hombres que considero mis maestros.

Sin embargo, tal parece que Mercedes tenía cierta razón cuando afirmó que a Cien años de soledad le sobraban cien páginas. Jorge Luis Borges declaró que la primera parte de la novela le parecía superior a la última. La entrevista que cito ocurrió en 1982, justo por los días en que al Gabo le dieron el Premio Nobel de Literatura. Borges debía sentirse resentido al ver que el galardón lo había esquivado de nuevo y no sólo eso, sino que había ido a parar a manos de un escritor más joven.

Cuenta Volodia Teitelboim, en su volumen Los dos Borges, que a pesar de estas razones el escritor argentino exclamó: “Es la mejor elección que podía hacer la Academia Sueca”. Entre sus varios comentarios acerca de Cien años de soledad dijo que le parecía un libro difícil de definir, aunque indudablemente era algo original, carente de antepasados y, sobre todo, que estaba por encima de cualquier escuela.

No sé si García Márquez leyó alguna vez estas palabras, pero si lo hizo debió haberse sentido muy orgulloso porque Borges había detenido su percepción de la literatura latinoamericana en los tiempos de Alfonso Reyes y Leopoldo Lugones, e insistía en ignorar a los escritores del boom, entre ellos al mismísimo Mario Vargas Llosa.

Al pasar los años, como sucede ocasionalmente, cambié la manía de leer por la de escribir y en el camino fui encontrando más puntos de contacto entre el escritor colombiano y yo. Nos unía la intención de trasformar la palabra escrita en palabra hablada, un milagro que sólo pocos escritores han logrado llevar a buen término: el mejor William Faulkner, García Márquez y J. M. Coetzee, el sudafricano “raro” que estudió lenguas y matemáticas al mismo tiempo.

Confío que, con el tiempo, podré invocar estos hechizos con la misma precisión que los hombres que considero mis maestros. Por ahora tengo que conformarme con observar desde las gradas el resultado de su batalla para dominar la palabra. A veces ejecuto algún encantamiento menor, pero son una pálida imagen de lo que ellos hubieran podido lograr.

Quizás por eso, la primera vez que me senté en una computadora portátil, en el tiempo que esta tecnología era rara en mi país, le pregunté al dueño de la máquina si me permitía escribir sólo unas líneas en el procesador de texto. Me dijo que sí y, ante su asombro, tipeé con rapidez: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, Aureliano Buendía recordaría el día en que su padre lo llevó a conocer el hielo.”.

El hombre, lógicamente, me preguntó por qué lo había hecho, por qué elegir precisamente el inicio de Cien años de soledad. “Esta, le dije y señalé para el laptop, es la pluma del escritor de nuestros días. La primera vez que me sentara en uno yo quería escribir algo que valiera la pena y creo que no hay otra frase en la literatura universal como esta que acabo de teclear”.

Muchos años después, ya periodista en ejercicio, redacté un texto sobre un gordo de mi pueblo que comenzaba así: “Todavía ronda por la cocina la caldera en que Juan Pata se merendaba cuatro pollos y seis libras de arroz”. Mi madre, bibliotecaria y profesora de historia, pero tan desmemoriada como yo, me hizo el mejor elogio que mi incipiente literatura ha merecido jamás. Me dijo: “Oye, eso que escribiste se parece a lo de José Arcadio Márquez, el hombre que escribió la historia de los Buendía.”.

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6 comentarios en “El día que fui García Márquez”

  1. Kyn Torres Says:

    yandro, sigue así, hermano. Este artículo es de esos que uno lee despacito, para que no termine nunca.

    Sobre otro asunto, sí, en efecto, siempre me pareciste —sobre todo al inicio— un poco petulante y lengüiparado. Son defectos casi superados, pero que poco le importan a quien te lee con devoción, como yo.

    • yandreylf Says:

      Debes saber que si sigo siendo un poco pedante es de forma involuntaria. Me gusta compartir mis cosas con los demás, pero lo único que tengo para dar es es aglomeración de fechas, textos y nombres históricos que me caracteriza. Desgraciadamente, la profusión de ese tipo de cosas tiende a convertirse en negativo y pasa a ser llamado pedantería.
      Por lo demás, gracias por el elogio y seguiremos trabajando duro para merecerlos.

  2. izmatopia Says:

    sabes, aunque eres genial no comparto contigo y con el Gabo esa idea de las letras que deberían eliminarse. Él es mi escritor favorito y tú uno de mis periodistas cubanos preferidos, pero ambos son petulantes, jajajaja! por eso los quiero a los dos.

    Me encantó!

    • yandreylf Says:

      Gracias por elogio que, viviendo de una persona parca en alabanzas, creo que vale el doble. Esto me hace sonrojar, de veras. Voy a pensar que lo dices sólo por amabilidad y así me siento mejor. Mira, yo no comparto con él esa idea de eliminar letras, no que vá. Si te fijas todavía escribo «sólo» con tilde, aunque ya está derogado por la Real Academia. Lo que pasa es que soy un animal de costumbres y no podría entender un mundo sin la ll, la v, la h y la g. Sería sencillamente traumático para mí. Qué alegría que en estos tiempos tan oscuros para la ortografía, estos tiempos de k´, d´ t xDios, encuentro una correligionaria.

  3. Mercy Says:

    Ponle el enlace a la crónica que escribí del día que conocí al Gabo, está en la Tecla con Café, en Cronicafeando, búscala. Muy bien escrita la tuya. Chao, Mercy La Tecla.


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